miércoles, 25 de abril de 2012

La nausea; Jean Paul Sartre (Fragmentos).



Miércoles

Hay un círculo de sol en el mantel de papel. En el círculo una mosca atontada se arrastra, se calienta y frota las patas de adelante una contra otra. Voy a hacerle el favor de aplastarla. No ve surgir ese dedo índice gigante cuyos pelos dorados brillan al sol.

¡No la mate, señor!- exclama el Autodidacta.

La mosca revienta, las tripas blancas le salen del vientre; la he liberado de la existencia. Digo secamente al Autodidacta.

Era un favor que había que hacerle.

¿Por qué estoy aquí? ¿Y por qué no había de estar? Es mediodía, espero que sea la hora de dormir. (Afortunadamente no pierdo el sueño.) Dentro de cuatro días veré a Anny; esta es, por el momento, la única razón de mi vida. ¿Y después? ¿Cuándo Anny me haya dejado? Bien se lo que espero, solapadamente: espero que no me deje nunca más. Sin embargo debería saber que Anny jamás aceptara envejecer en mi presencia. Estoy débil y solo, la necesito. Hubiera querido verla cuando tenía fuerzas; Anny es despiadada con las ruinas.

¿Está usted bien, señor? ¿Se siente bien? El Autodidacta me mira de costado, con ojos risueños. Jadea un poco, con la boca abierta, como un perro extenuado. Lo confieso: esta mañana estaba casi contento de volver a verlo, necesitaba hablar.

Que contento estoy de tenerlo en mi mesa-dice-, si siente usted frio podremos instalarnos al lado del calorífero. Esos señores se marcharan en seguida, han pedido la cuenta.

Alguien se preocupa por mí, se pregunta si tengo frio; hablo a otro hombre: hace años que no me ocurre esto.

Se van, ¿quiere usted que nos cambiemos de lugar?

Los dos señores han encendido cigarrillos. Salen, ya están en el aire puro, al sol. Pasan a lo largo de los grandes vidrios, sujetando el sombrero con las dos manos. Ríen; el viento infla sus abrigos. No, no quiero cambiar de lugar.

¿Para qué? Y además, a través de los vidrios, entre los techos blancos de las casetas de baño, veo el mar verde y compacto.

El Autodidacto ha sacado de su cartera dos rectángulos de cartón violeta. Dentro de un rato los entregará en la caja. Descifro al revés en uno de ellos:

“Casa Bottanet, cocina burguesa.

“Almuerzo a precio fijo: 8 francos.

“Entremeses a elección.

“Carne aderezada.

“Queso o postre.

“140 francos las 20 tarjetas.

Ahora reconozco a ese tipo que come en la mesa redonda, cerca de la puerta: se aloja con frecuencia en el hotel Printania, es un viajantede comercio. De vez en cuando posa en mí su mirada atenta y sonriente; pero no me ve; está demasiado absorbido espiando lo que come. Del otro lado de la caja, dos hombres rojos 7 rechonchos saborean almejas y beben vino blanco. El más bajo, que tiene un fino bigote amarillo, cuenta una historia con la que él mismo se divierte. Hace silencios y ríe, mostrando unos dientes deslumbradores. El otro no ríe; sus ojos son duros. Pero dice a menudo que “sí” con la cabeza. Cerca de la ventana, un hombre enjuto y moreno, de faccionesdistinguidas, con un hermoso pelo blanco echado hacia atrás, lee pensativamente un periódico. En la banqueta, a su lado, ha puesto una cartera de cuero. Bebe agua de Vichy. Dentro de un momento, todos estos hombres saldrán; pesados por la comida, acariciados por la brisa, con el sobre todo bien abierto, la cabeza un poco caliente, zumbándoles un poco, caminarán a lo largo de la balaustrada mirando a los niños en la playa y los barcos en el mar; irán a su trabajo. Yo no iré a ninguna parte, no tengo trabajo.

El Autodidacto ríe con inocencia y el sol retoza en sus escasos cabellos:

— ¿Quiere usted elegir sus platos?

Me tiende la lista: tengo derecho a un entremés a elección: cinco rodajas de salchichón o rábanos o langostinos o un platito de apio y remolacha. Los caracoles de Borgoña están fuera de lista.

—Tráigame un salchichón —digo a la criada.

El Autodidacto, me arrebata la lista de las manos:

—¿No hay nada mejor? Aquí tiene caracoles de Borgoña

—Es que no me gustan mucho los caracoles.

—¡Ah! ¿Entonces ostras?

—Son cuatro francos más —dice la criada.

—Bueno, ostras, señorita, y rábanos para mí.

Me explica, enrojeciendo:

—Me gustan mucho los rábanos.

A mí también.

—¿Y después? —pregunta.

Recorro la lista de carnes. El buey estofado me tentaría. Pero sé de antemano que comeré pollo a la cazadora; es la única carne fuera de lista.

—Servirá usted —dice— un pollo a la cazadora al señor. A mí, buey estofado, señorita.

Vuelve la lista: los vinos están en el reverso;

—Tomaremos vino —anuncia con aire un poco solemne.

—¡Bueno —dice la criada—, qué desarreglo! Jamás bebe usted vino.

—Pero puedo soportar muy bien un vaso de vino en su debida oportunidad. Señorita, ¿quiere traernos una jarra de asado de Anjou?

El Autodidacto deja la lista, corta el pan en trocitos y frota el tenedor con la servilleta. Echa una ojeada al hombre de pelo blanco que lee el diario, y me sonríe:

—Por lo general vengo aquí con un libro, aunque el médico me lo haya desaconsejado: uno come demasiado rápido, no mastica. Pero tengo un estómago de avestruz, puedo tragar cualquier cosa. Durante el invierno di 1917, cuando estuve prisionero, la comida era tan mala que todo el mundo cayó enfermo. Naturalmente, yo me hice llevar por enfermo como los demás; pero no tenía nada.

Ha sido prisionero de guerra... Es la primera vez que me habla de esto; río salgo de mi asombro: no puedo imaginármelo otra cosa que autodidacto.

—¿Dónde estuvo usted prisionero?

No responde. Ha dejado el tenedor y me mira con prodigiosaintensidad. Va a contarme sus tribulaciones; ahora recuerdo que algo no marchaba en la biblioteca. Soy todo oídos; lo único que deseo es compadecerme de las penas de los demás. Será un cambio para mí. Yo no tengo tribulaciones, dispongo de dinero como un rentista, no tengo jefe, ni mujer, ni hijos; existo, eso es todo. Y esta tribulación es tan vaga, tan metafísica, que me da vergüenza.

El Autodidacto no quiere hablar. Qué curiosa mirada me echa; no es una mirada para ver, sino más bien para comunión de almas. El alma del Autodidacto ha subido y aflora en sus magníficos ojos de ciego. Que la mía haga otro tanto, que venga a pegar su nariz a los vidrios; las dos se harán reverencias.

No quiero comunión de almas, no he caído tan bajo. Retrocedo. Pero el Autodidacto avanza el pecho sobre la mesa, sin quitarme los ojos de encima. Afortunadamente la sirvienta le trae los rábanos. Se desploma de nuevo en la silla, el alma desaparece de sus ojos, y se pone a comer dócilmente.

—¿Se arreglaron sus dificultades?

Se sobresalta:

—¿Qué dificultades, señor? — pregunta con aire espantado.

—Usted sabe cuáles, el otro día me habló de ellas.

Enrojece violentamente.

— ¡Ah! —dice con voz seca—. ¡Ah, sí, el otro día! Bueno, es ese corso, señor, ese corso de la biblioteca.

Vacila por segunda vez, con terquedad de carnero:

—No quiero importunarlo, señor, con esos chismes.

No insisto. Come sin que se note, con una rapidez extraordinaria. Ya ha terminado los rábanos cuando me traen las otras. Sólo queda en su plato un paquete de colas verdes y un poco de sal mojada.

Afuera, se han detenido dos jóvenes frente a la lista que un cocinero de cartón les tiende en la mano izquierda (en la derecha blande una sartén). Vacilan. La mujer tiene frío, hunde el mentón en el cuello de piel. El joven es el primero en decidirse, abre la puerta y se hace a un lado para dejar paso a su compañera.

Ella entra. Mira a su alrededor con semblante amable y se estremece un poco:

—Hace calor —dice con voz grave.

El joven cierra la puerta.

—Buenos días —dice.

El Autodidacto se vuelve y responde gentilmente:

—Buenos días.

Los otros clientes no contestan, pero el señor distinguido baja un poco el periódico y escruta a los recién llegados con una profunda mirada.

—Gracias, no vale la pena.

Antes de que la sirvienta, que acude a ayudarlo, haya podido hacer un ademán, el joven se ha desembarazado con agilidad de su impermeable. Lleva, en lugar de chaqueta, un blusón de cuero con cierre relámpago. La sirvienta, un poco decepcionada, se vuelve hacia la mujer. Pero él se le anticipa una vez más y con movimientos suaves y precisos, ayuda a su compañera a quitarse el abrigo. Se sientan cerca de nosotros, uno junto al otro. No parecen conocerse desde hace mucho. La muchacha tiene un rostro fatigado y puro, un poco mohíno.

De pronto se quita el sombrero y sacude el pelo negro sonriendo.

El Autodidacto los contempla largamente, con bondad; luego se vuelve hacia mí y me hace una guiñada enternecida como si quisiera decir: “¡Qué hermosos son!

”No son feos. Callan, se sientes felices de estar juntos, felices de que los vean juntos. A veces, cuando Anny y yo entrábamos en algún restaurante de Piccadilly, nos sentíamos objeto de contemplaciones enternecidas. Anny se irritaba pero, lo confieso, yo me enorgullecía un poco. Sobre todo me asombraba; nunca he tenido el aire limpito que sienta tan bien a ese joven, y tampoco puede decirse que mi fealdad sea conmovedora. Sólo que éramos jóvenes; ahora mi edad me permite enternecerme por la juventud de los demás. No me enternezco. La mujer tiene ojos oscuros y dulces; el hombre una piel anaranjada, un poco granujosa, y un mentoncito encantador y firme. Me conmueven, es cierto, pero también me repugnan un poco. Los siento tan lejos de mí el calor los pone lánguidos, prosiguen en su corazón un mismo sueño, tan dulce, tan débil. Se sienten cómodos, miran confiados las paredes amarillas, las gentes; consideran que el mundo está bien así, exactamente así, y cada uno de ellos, provisoriamente, encuentra el sentido de su vida en la del otro. Pronto constituirán entre los dos una sola vida, una vida lenta y tibia que ya no tendrá ningún sentido, pero no se darán cuenta.

Parecen intimidarse uno al otro. Para terminar, el joven, con aire torpe y resuelto, toma con la punta de los dedos la mano de su compañera. Ella respira fuertemente y se inclinan juntos sobre la lista. Sí, son felices. ¿Y después?

El Autodidacto adopta un aire divertido, un poco misterioso:

—Lo vi a usted antes de ayer.

—¿Dónde?

—¡Ah! ¡Ah! —dice, respetuosamente burlón.

Me hace esperar un instante y añade:

—Salía usted del Museo.

—Ah, sí —digo, —antes de ayer no, el sábado.

Antes de ayer no tenía ánimos por cierto, para recorrer museos.

—¿Vio la famosa reproducción del atentado de Orsini, en madera tallada?

—No la conozco.

—¿Es posible? Está en una salita, al entrar, a la derecha. Es obra de un insurrecto de la Comuna que vivió en Bouville hasta la amnistía, oculto en un desván. Quiso embarcarse para América, pero aquí la policía del puerto está bien organizada. Un hombre admirable. Empleó su ocio forzoso en tallar un gran panel de encina. No disponía de otros instrumentos que su corta plumas y una lima de añas. Hacía los trozos delicados con la lima: las manos, los ojos. El panel tiene un metro cincuenta de largo por un metro de ancho; toda la obra es de una pieza; hay setenta personajes, cada uno del tamaño de mi mano, sin contar los dos caballos que tiran del coche del emperador. Y las caras, señor, esas caras hechas con lima, tienen todas fisonomía, aire humano.

Señor, si me lo permite, es una obra que vale la pena de ser vista.

No quiero comprometerme:

—Simplemente había ido a ver otra vez los cuadros de Bordurin.

El Autodidacto se entristece bruscamente:

—¿Los retratos del gran salón? Señor —dice con una sonrisa temblorosa—, no entiendo nada de pintura. Claro, no se me escapa que Bordurin es un gran pintor, veo que tiene, ¿cómo se dice? oficio, paleta. Pero el placer, señor, el placer estético me es ajeno.

Le digo con simpatía:

—A mí me pasa lo mismo con la escultura.

—¡Ah, señor! A mí también. Y con la música, y con la danza. Sin embargo, no carezco de ciertos conocimientos. Bueno, es inconcebible: he visto jóvenes que no sabían la mitad de lo que sé y sin embargo, plantados delante de un cuadro, parecían experimentar placer.

—Lo fingirían —digo con aire alentador.

—Quizá...

El Autodidacto sueña un momento:

—Lo que me aflige no es tanto estar privado de cierta clase de goce, sino más bien que toda una rama de la actividad humana me sea extraña... Sin embargo soy un hombre y esos cuadros los han hecho hombres

...Prosigue de improviso, con la voz cambiada:

—Señor, una vez me atreví a pensar que lo bello sólo es cuestión degusto. ¿No hay reglas diferentes para cada época? ¿Me permite usted, señor?

Veo con sorpresa, que saca del bolsillo una libreta de cuero negro. La hojea un instante: muchas páginas en blanco, y de trecho entrecho, algunas líneas trazadas con tinta roja. Se ha puesto muy pálido. Deja la libreta sobre el mantel y apoya su gran mano en la página abierta. Tose turbado:

—A veces se me ocurren... no me atrevo a decir pensamientos Es muy curioso: estoy así, leyendo y de golpe no sé qué pasa, me siento como iluminado. Primero no hice caso, después me decidí a comprar una libreta.

Se detiene y me mira: está esperando.

— ¡Ahí ¡Ah! —digo.

—Señor, estas frases son, naturalmente, provisionales: mi instrucción no ha terminado.

Toma la libreta en sus manos trémulas; está muy conmovido:

—Aquí hay, justamente, algo sobre pintura. Sería feliz si usted me permitiera leerlo.

—Con mucho gusto —digo.

Lee:

“Nadie cree ya en lo que el siglo XVIII consideraba verdadero. ¿Por qué hemos de deleitarnos aún con las obras que consideraba bellas?”

Me mira con aire suplicante:

—¿Qué cabe pensar de esto, señor? ¿Es quizá un poco paradójico?

Creí poder dar a mi idea la forma de una humorada.

—Bueno... me parece muy interesante.

—¿Lo leyó ya en alguna parte?

—Por supuesto que no.

—¿De veras, nunca, en ninguna parte? Entonces, señor —dice, entristecido, no es verdad. Si fuera verdad, alguien lo hubiera pensado ya.

—Espere —le digo—, ahora que reflexiono, creo que he leído algo así.

Le brillan los ojos; saca el lápiz.

—¿En qué autor?—me pregunta con tono preciso.

—En... en Renan.

Está extasiado.

—¿Tendría usted la bondad de citarme el pasaje exacto? —dice chupando la punta del lápiz.

—¿Sabe? lo he leído hace mucho tiempo.

—Oh, no es nada, no es nada.

Escribe el nombre de Renan en la libreta, sobre la frase.

—¡He coincidido con Renan! Escribí el nombre con lápiz —explica con semblante arrebatado— pero esta noche lo pasaré en tinta roja.

Mira un momento su libreta, arrobado; yo espero que me lea otras frases. Pero la cierra con precaución y se la mete en el bolsillo. Sin duda juzga que es bastante felicidad para una sola vez.

—Qué agradable —dice con aire íntimo— poder conversar, a veces, como ahora, con naturalidad.

Esta losa, como podía suponerse, aplasta nuestra conversación languideciente. Sigue un largo silencio.

Desde la llegada de los dos jóvenes, la atmósfera del restaurante se ha transformado. Los dos hombres rojos guardan silencio; detallan sin incomodarse los encantos de la muchacha. El señor distinguido ha dejado el periódico y mira a la pareja complacido, casi cómplice. Piensa que la vejez es cuerda, la juventud bella; menea la cabeza concierta coquetería: sabe que aun está hermoso, admirablemente conservado, que con su tez morena y su cuerpo delgado todavía puede seducir. Juega a sentirse paternal. Los sentimientos de la criada parecen más simples: se ha plantado delante de los jóvenes y los contempla con la boca abierta.

Ellos hablan en voz baja. Les han servido entremeses, pero no los tocan. Parando la oreja puedo pescar partes de la conversación. Entiendo mejor lo que dice la mujer con su voz rica y velada.

—No, Jean, no.

—¿Por qué no? — murmura el joven con apasionada vivacidad.

—Ya se lo he dicho.

—Esa no es una razón.

Se me escapan unas palabras; después la mujer hace un gesto encantador de cansancio:

—He probado demasiadas veces. Ya pasé la edad en que se puede empezar a vivir de nuevo. Soy vieja, ¿sabe?

El joven se ríe con ironía. Ella prosigue:

—No podría soportar una... decepción.

—Hay que tener confianza —dice el joven—; así como está, en este momento, usted no vive.

Ella suspira:

—¡Lo sé!

—Mire a Jeannette.

—Sí—dice ella con un mohín.

—Bueno, a mí me parece muy bien lo que ha hecho. Ha tenido coraje.

—Pero—dice la muchacha— ella casi se precipitó sobre la ocasión. Le diré que si yo lo hubiese querido, habría tenido cientos de ocasiones de ese tipo. Preferí esperar.

—Tuvo usted razón —dice él tiernamente—, tuvo usted razón de esperarme.

La mujer ríe a su vez:

—¡Qué vanidoso! Yo no he dicho eso.

No los escucho más: me irritan. Se acostarán juntos. Lo saben. Cada uno sabe que el otro lo sabe. Pero como son jóvenes, castos y decentes, como cada uno quiere conservar su propia estima y la del otro, como el amor es una gran cosa poética que es preciso no espantar, van varias veces por semana a los bailes y a los restaurantesa ofrecer el espectáculo de sus pequeñas danzas rituales y mecánicas...

Después de todo, hay que matar el tiempo. Son jóvenes y robustos, todavía tienen para unos treinta años. Entonces no se dan prisa, se demoran y no están equivocados. Cuando se hayan acostado juntos, habrá que buscar otra cosa para ocultar el enorme absurdo de la existencia. Con todo... ¿es absolutamente necesario engañarse?

Recorro la sala con la vista. ¡Qué farsa! Todas esas personas están sentadas con aire de seriedad; comen. No, no comen: reparan sus fuerzas para llevar a cabo la tarea que les incumbe. Cada una tiene su pequeño empecinamiento personal que le impide darse cuenta de que existe; no hay una que no se crea indispensable para alguien o para algo. ¿No era el Autodidacto el que me decía el otro día: “Nadie más indicado que Noucapié para emprender esta vasta síntesis”? Cada uno de ellos hace una cosita, y nadie más indicado para hacerla. Nadie más indicado que el viajante de comercio, de allá, para colocar la pasta dentífrica Swan. Nadie más indicado que ese interesante joven para hurgar bajo las faldas de su vecina. Y yo estoy entre ellos, y si me miran, han de pensar que no hay nadie más indicado que yo para hacer lo que hago. Pero yo sé. No lo demuestro, pero sé que existo y que ellos existen. Y si conociera el arte de persuadir, iría a sentarme junto al hermoso señor de pelo blanco y le explicaría lo que es la existencia. Pensando en la cara que pondría, lanzo una carcajada. El Autodidacto me mira sorprendido. Quisiera detenerme, pero no puedo: me río hasta las lágrimas.

—Está usted alegre, señor —me dice el Autodidacto con aire circunspecto.

—Es que pienso —le digo riendo— que estamos todos aquí, comiendo y bebiendo para conservar nuestra preciosa existencia, y no hay nada, nada, ninguna razón para existir.

El Autodidacto se ha puesto grave. Hace un esfuerzo paracomprenderme. Me reí demasiado fuerte; he visto que varias cabezas se volvían hacia mí. Y además lamento haber dicho tanto. Después de todo, a nadie le interesa.

Repite lentamente:

—Ninguna razón para existir... ¿Quiere usted decir, señor, que la vida no tiene objeto ?¿No es eso lo que llaman pesimismo?

Reflexiona un instante más y dice, con dulzura:

—He leído hace unos años un libro de un autor americano; se llamaba: ¿Vale la pena vivir la vida? ¿No es la cuestión que usted plantea?

Evidentemente no, no es la cuestión que yo me planteo. Pero no quiero explicar nada.

—Concluía —me dice el Autodidacto en tono consolador—defendiendo el optimismo voluntario. La vida tiene un sentido si uno quiere dárselo. Primero hay que obrar, lanzarse a una empresa.Cuando se reflexiona, la suerte ya está echada, uno está comprometido. No sé qué piensa usted de esto, señor.

—Nada —digo.

O más bien pienso que es ésa la clase de mentira que se dicen perpetuamente el viajante de comercio, los dos jóvenes y el señor del pelo blanco.

El Autodidacto sonríe con un poco de malicia y mucha solemnidad:

—Tampoco es mi opinión. Pienso que no necesitamos buscar tan lejos el sentido de nuestra vida.

—¿Eh?

—Hay un objeto, señor, hay un objeto... están los hombres.

Exacto: olvidaba que es humanista. Permanece un segundo silencioso, el tiempo necesario para hacer desaparecer, limpia, inexorablemente, la mitad del buey estofado y toda una rebanada de pan. “Están los hombres...” Este individuo tierno acaba de pintarse de cuerpo entero. Sí, pero no sabe decirlo bien. Tiene los ojos llenos de alma, indiscutiblemente, pero el alma no basta. En otros tiemposfrecuenté a humanistas parisienses; cien veces les oí decir “están los hombres”, y era otra cosa. Virgan era inigualable. Se quitaba los lentes como si quisiera mostrarse desnudo en su carne de hombre, clavaba en mí sus ojos conmovedores, con una lenta mirada de fatiga que parecía desvestirme para captar mi esencia humana, y murmuraba, melodiosamente: “Están los hombres, viejo, están los hombres”, dando al “están” una especie de torpe poder, como si el amor a los hombres continuamente nuevo y asombrado, se trabara en sus alas gigantescas.

La mímica del Autodidacto no ha adquirido esa suavidad; su amor a los hombres es ingenuo y bárbaro: un humanista de provincia.

—Los hombres —le digo—, los hombres... en todo caso no parece usted preocuparse mucho de ellos; siempre está solo, siempre con la nariz metida en los libros.

El Autodidacto bate palmas y se echa a reír maliciosamente:

—Es un error suyo. ¡Ah, señor, permítame que se lo diga: qué error! Se recoge un instante y acaba de deglutir discretamente. Su rostro está radiante como la aurora. Detrás de él, la muchacha lanza una carcajada ligera. Su compañero se ha inclinado y le habla al oído.

—Su error es muy natural —dice el Autodidacto—, hubiera debido decírselo hace tiempo... Pero soy tan tímido, señor; buscaba una ocasión.

—Ya se ha presentado —le digo cortésmente.

—También lo creo. ¡También yo lo creo! Señor, lo que voy a decirle... —. Se detiene enrojeciendo—Pero quizá lo importuno.

Lo tranquilizo. Lanza un suspiro de felicidad.

—No todos los días se encuentran hombres como usted, señor, que unen la amplitud de opiniones a la penetración de la inteligencia. Hace meses que quería hablarle, explicarle lo que he sido, lo que soy...

Su plato está vacío y limpio como si acabaran de traérselo. De improviso descubro, al lado del mío, una fuentecita de estaño con una pierna de pollo nadando en una salsa oscura. Hay que comer eso.

—Hace un rato le hablaba de mi cautiverio en Alemania. Allí empezó todo. Antes de la guerra estaba solo y no me daba cuenta; vivía con mis padres, que eran buenas gentes, pero no me entendía con ellos. Cuando pienso en aquellos años... ¿Cómo pude vivir así? Estaba muerto, señor, y no me lo sospechaba; tenía una colección de timbres postales.

Me mira y se interrumpe.

—Señor, está usted pálido, parece fatigado. ¿Por lo menos no lo aburro?

—Me interesa mucho.

—Vino la guerra y me alisté sin saber por qué. Estuve dos años sin comprender, porque la vida del frente dejaba poco tiempo para la reflexión y además los soldados eran demasiado groseros. Al final de 1917 caí prisionero. Después me dijeron que muchos soldados recobraron, en el cautiverio, la fe de su infancia. Señor —dice el Autodidacto bajando los párpados sobre sus pupilas inflamadas—, yo no creo en Dios; la ciencia desmiente su existencia. Pero en el campo de concentración aprendí a creer en los hombres.

—¿Soportaban su suerte valerosamente?

—Sí —dice con aire vago—, eso también. Además, nos trataban bien. Pero yo quería hablar de otra cosa; los últimos meses de la guerra ya no nos daban trabajo. Cuando llovía, nos hacían entrar en un cobertizo de madera donde cabíamos unos doscientos apiñados. Cerraban la puerta, nos dejaban allí apretados unos contra otros, en una oscuridad casi completa. Vacila un instante.

—No sabría explicárselo, señor. Todos aquellos hombres estaban allí, uno apenas los veía, pero los sentía muy cerca, escuchaba el ruido de su respiración... Una de las primeras veces que nos encerraron en aquel cobertizo era tal la apretura que primero creí ahogarme, ydespués, súbitamente, una poderosa alegría se elevó en mí; estuve a punto de desmayarme; entonces sentí que amaba a esos hombres como si fuesen hermanos; hubiera querido besarlos a todos. Después, cada vez que volvía, experimentaba el mismo gozo.

Tengo que comer el pollo, debe de estar frío. El Autodidacto ha terminado hace mucho y la criada aguarda para cambiar los platos.

—Aquel cobertizo había adquirido, a mis ojos, un carácter sagrado. A veces lograba burlar la vigilancia de los guardianes, me deslizaba allí y en la oscuridad, recordando las alegrías que había conocido, caía en una especie de éxtasis. Las horas pasaban, pero yo no lo advertía. A veces lloraba.

Debo de estar enfermo: no hay otra manera de explicar la formidable cólera, que acaba de trastornarme. Sí, una cólera de enfermo; me temblaban las manos, la sangre me subió a la cara, y para terminar, también mis labios comenzaron a temblar. Todo estos implemente porque el pollo estaba frío. Además, yo también estaba frío, y esto era lo más penoso; quiero decir que el fondo continuaba así desde hacía treinta y seis horas, absolutamente frío, helado. La cólera me traspasó como un torbellino; era una especie de escalofrío, un esfuerzo de mi conciencia para reaccionar, para luchar contra ese descenso de temperatura. Vano esfuerzo; por una baga tela hubiese molido a golpes al Autodidacto o a la criada, abrumándolos de injurias. Pero no me hubiera entregado por entero al juego. Mi rabia se debatía en la superficie, y durante un momento tuve la penosa impresión de ser un bloque de hielo envuelto en llamas, una omelette-surprise. Esta agitación superficial se desvaneció y oí decir al Autodidacto:

—Todos los domingos iba a misa. Señor, nunca he sido creyente. ¿Pero no podría decirse que el verdadero misterio de la misa es la comunión entre los hombres? Un mendicante francés, que era manco, celebraba el oficio. Teníamos un armonio. Escuchábamos de pie, con descubierta, y mientras los sones del armonio me transportaban, sentía que era uno con todos los hombres de mi alrededor. Ah, señor, cómo me gustaban aquellas misas. Todavía ahora, a veces voy a la iglesia, los domingos a la mañana, para recordarlas. En Sainte-Cécile tenemos un organista notable.

—¿Echó usted de menos esa vida?

—Sí, señor, en 1919. Fue el año de mi liberación. Pasé meses muy penosos. No sabía qué hacer, languidecía. Donde veía hombres reunidos, allí me metía. Hasta he llegado —agrega sonriendo— a seguir el cortejo fúnebre de un desconocido. Un día, desesperado, arrojé al fuego la colección de estampillas... Pero encontré mi camino.

—¿De veras?

—Alguien me aconsejó... Señor, sé que puedo contar con su discreción. Soy —quizá no sean sus ideas, pero tiene usted un espíritu tan amplio—, soy socialista.

Ha bajado los ojos y sus largas pestañas palpitan:

—Desde el mes de septiembre de 1921 estoy afiliado al partido socialista S. F. I. O. Esto es lo que quería decirle.

Resplandece de orgullo. Me mira, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos medio cerrados, la boca entreabierta; parece un mártir.

—Está muy bien —digo—, es muy hermoso.

—Señor, sabía que usted iba a aprobarme. ¿Y cómo podría censurarse a alguien que acaba de decir: he dispuesto de mi vida de tal y tal manera, y ahora soy perfectamente feliz?

Abre los brazos y me presenta las palmas de las manos, con los dedos hacia el suelo, como si fuera a recibir los estigmas. Sus ojos están vidriosos, veo rodar en su boca una masa oscura y rosada.

—Ah —digo—, si es usted feliz...

—¿Feliz?—Su mirada es incómoda, ha levantado los párpados y me mira con semblante duro—. Usted podrá juzgarlo, señor. Antes de tomar esa decisión me sentía tan espantosamente solo que pensé en el suicidio. Lo que me contuvo fue la idea de que nadie, absolutamente nadie se conmovería con mi muerte, que estaría aún más solo en la muerte que en la vida.

Se yergue, infla las mejillas.

—Ya no estoy solo, señor. Nunca.

—Ah, ¿conoce usted mucha gente?—digo.

Sonríe y en seguida me doy cuenta de mi ingenuidad.

—Quiero decir que ya no me siento solo. Pero naturalmente, señor, no es necesario que esté con alguien.

—Sin embargo —digo—, en la filial socialista...

—¡Ah! Conozco a todo el mundo. Pero a la mayoría sólo de nombre.

Señor —dice con aire travieso—, ¿acaso está uno obligado a elegir sus compañeros de manera tan estrecha? Mis amigos son todos los hombres. Cuando voy a la oficina, por la mañana, delante, detrás de mí hay hombres que van a su trabajo. Los veo, si me atreviera les sonreiría, pienso que soy socialista, que todos ellos son el objeto de mi vida, de mis esfuerzos, y que todavía no lo saben. Es una fiesta para mí, señor.

Me interroga con la mirada; apruebo meneando la cabeza, pero siento que está un poco decepcionado, que quisiera más entusiasmo. ¿Qué puedo hacer? ¿Es culpa mía si en todo lo que me dice reconozco al pasar el plagio, la cita; si veo reaparecer, mientras él habla, a todos los humanistas que he conocido? ¡Ay, he conocido tantos! El humanista radical es particularmente amigo de los funcionarios. El humanista llamado “de izquierda” considera su principal cuidado velar por los valores humanos; no pertenece a ningún partido, porque no quiere traicionar lo humano, pero sus simpatías se inclinan a los humildes; a los humildes consagra su bella cultura clásica. En generales un viudo de hermosos ojos, siempre empañados de lágrimas; llora en los aniversarios. También quiere al gato, al perro, a todos los mamíferos superiores. El escritor comunista ama a los hombres después del segundo plan quinquenal; castiga porque ama. Púdico como todos los fuertes, sabe ocultar sus sentimientos, pero también, con una mirada, con una inflexión de vez, sabe insinuar tras sus rudas palabras de justiciero, una pasión áspera y dulce por sus hermanos. El humanista católico, el rezagado, el benjamín, habla de los hombres con un aire maravillado. ¡Qué hermoso cuento de hadas, dice, la más humilde de las vidas, la de un dockér londinense, la de una aparadora! Ha elegido el humanismo de los ángeles; escribe, para edificación de los ángeles, largas novelas tristes y bellas que obtienen con frecuencia el premio Fémina.

Éstos son los primeros grandes papeles. Pero hay otros, una nube: el filósofo humanista, que se inclina hacia sus camaradas como un hermano mayor, y que conoce sus responsabilidades; el humanista que ama a los hombres tal como son, el que los ama tal como deberían ser, el que quiere salvarlos con su consentimiento y el que los salvará a pesar de ellos, el que quiere crear mitos nuevos y el que se conforma con los antiguos, el que ama en el hombre su muerte, el que ama en el hombre su vida, el humanista jocundo, que siempre tiene una chanza, el humanista sombrío, que se encuentra de preferencia en los velatorios. Todos se odian entre sí, en tanto que individuos, naturalmente, no en tanto que hombres. Pero el Autodidacto lo ignora; los ha encerrado en sí mismo como gatos en una bolsa y se destrozan mutuamente sin que él lo advierta.

Me mira ya con menos confianza.

—¿No lo siente como yo, señor?

—Dios mío…Viendo su semblante inquieto, un poco rencoroso, lamento un segundo haberlo decepcionado. Pero él prosigue, amablemente:

—Ya sé; usted tiene sus investigaciones, sus libros; sirve a la misma causa a su manera.

Mis libros, mis investigaciones, imbécil. No podía hacer mejor plancha.

—No escribo por eso.

El rostro del Autodidacto se transforma al instante; se diría que ha olfateado al enemigo; nunca le había visto esta expresión. Algo ha muerto entre nosotros.

Pregunta, fingiendo sorpresa:

—Pero... si no soy indiscreto, ¿por qué escribe usted, señor?

—Bueno... no sé, así, por escribir. Tiene una buena oportunidad para sonreír, piensa que me ha desconcertado:

—¿Escribiría en una isla desierta? ¿No se escribe siempre para ser leído?

Por costumbre ha dado a su frase el tono interrogativo. En realidad afirma. El barniz de suavidad y de timidez se ha descamado; ya no lo reconozco. Sus facciones transparentar una pesada obstinación; es un muro de suficiencia. Aún no he vuelto de mi asombro, cuando lo oigo decir:

—Que me digan: escribo para cierta categoría social, para un grupo de amigos, enhorabuena. Quizá escriba usted para la posteridad...Pero mal que le pese, señor, escribe para alguien.

Espera una respuesta. Como no llega, sonríe débilmente:

—¿No será usted un misántropo?

Sé lo que disimula este falaz esfuerzo de conciliación. Me pide poca cosa, en suma, que acepte simplemente un rótulo. Pero es una trampa: si consiento, el Autodidacto triunfa, en seguida me da vuelta, me atrapa, me deja atrás, pues el humanismo reconsidera y concilia todas las actitudes humanas. Si no le hace frente, favorece su juego: vive de sus contrarios. Hay una raza de gente terca y limitada, raza de bandidos, que a menudo pierde contra él: el humanismo digiere todas sus violencias, sus peores excesos, y los convierte en una linfa blanca y espumosa. Ha digerido el antiíntelectualismo, el maniqueísmo, el misticismo, el pesimismo, el anarquismo, el egotismo: son todas etapas, pensamientos incompletos que sólo encuentran justificación en él. La misantropía también tiene su lugar en este concierto: es una disonancia necesaria para la armonía total. El misántropo es hombre; por lo tanto, el humanista ha de ser en cierta medida misántropo. Pero es un misántropo científico, que ha sabido dosificar su odio, que odia primero a los hombres para poder amarlos después. No quiero que me integren, ni que mi hermosa sangre roja vaya a engordar a esa bestia linfática; no cometeré la tontería de calificarme de “antihumanista” No soy humanista, eso es todo.

—Considero —digo al Autodidacto— que no es posible odiar a los hombres, del mismo modo que no es posible amarlos.

El Autodidacto me mira con aire protector y lejano. Murmura, como si midiera sus palabras:

—Hay que amarlos, hay que amarlos...

—¿Amar a quiénes? ¿A los que están aquí?

—A éstos también. A todos.

Se vuelve hacia la pareja de radiante juventud; eso es lo que hay que amar. Contempla un momento al señor de pelo blanco. Después me mira de nuevo; leo en su rostro una muda interrogación. Digo que no con la cabeza. Parece compadecerme.

—Usted tampoco —le digo irritado—, usted tampoco los ama.

—¿De veras, señor? ¿Me permite que opine de otro modo?

Se ha puesto de nuevo respetuoso hasta la punta de las uñas, pero adopta una mirada irónica como quien se divierte enormemente. Meodia. Sería un gran error enternecerme con este maniático. Lo interrogo a mi vez:

—¿Entonces usted ama a esos dos jóvenes que tiene detrás?



Los mira de nuevo, reflexiona:

—Usted quiere hacerme decir —replica suspicaz— que los amo sin conocerlos. Bueno, señor, lo confieso, no los conozco... Siempre que el amor no sea, justamente, el verdadero conocimiento —agrega, con una risa fatua.

—¿Pero qué es lo que ama?

—Veo que son jóvenes y la que amo en ellos es la juventud. Entre otras cosas, señor. Sé interrumpe y presta atención:

—¿Oye usted lo que dicen?

¡Si oigo! El joven, alentado por la simpatía que lo rodea, cuenta, a voz en cuello, un partido de fútbol que su equipo ganó el año pasado contra un club del Havre.

—Le está contando una historia —digo al Autodidacta.

—¡Ah! No entiendo bien. Pero oigo las voces, la voz suave, la voz grave; alternan.

Es... es tan simpático.

—Sólo que yo oigo también lo que dice, desgraciadamente.

—¿Y qué?

—Que representan una comedia.

—¿De veras? ¿La comedia de la juventud, quizá? —pregunta con ironía —. Me permitirá usted, señor, que la considere muy provechosa.

¿Acaso basta representarla para retornar a la edad de ellos?

Permanezco sordo a su ironía; prosigo:

—Usted les da la espalda, lo que dicen se le escapa... ¿De qué colores el pelo de la muchacha?

Se turba:

—Bueno, yo... —Desliza una mirada hacia los jóvenes y recobra su seguridad— ¡negro!



—¡Ya ve!

—¿Cómo?

—Ya ve que no los ama. Tal vez no pudiera reconocerlos en la calle. Para usted sólo son símbolos. No lo enternecen nada; a usted le enternece la Juventud del Hombre, el Amor del Hombre y la Mujer, la Voz Humana.

—Bueno, ¿y eso no existe?

—¡Claro que no, eso no existe! Ni la Juventud, ni la Edad Madura, ni la Vejez, ni la Muerte...

El rostro del Autodidacto, amarillo y duro como un membrillo, se ha cuajado en una convulsión reprobadora. Sin embargo, prosigo:

—Es como ese viejo señor que está detrás de usted, bebiendo aguade Vichy. Supongo que usted ama en él al Hombre Maduro, al Hombre Maduro que se encamina con valor hacia su declinación y que cuida su apariencia porque no quiere abandonarse.

—Exactamente —me dice, desafiándome.

—¿Y no ve que es un cochino?

Ríe, me considera un aturdido, echa una breve ojeada al hermoso rostro con su marco de cabello blanco:

—Pero señor, admitiendo que parezca lo que usted dice, ¿cómo puede juzgar a ese hombre por su cara? Un rostro, señor, no dice nada cuando está en reposo.

¡Ciegos humanistas! Ese rostro dice tanto, es tan claro; pero sus almas tiernas y abstractas jamás se han dejado conmover por el sentido de un rostro.

—¿Cómo puede usted —dice el Autodidacto—detener a un hombre, decir que es esto o aquello? ¿Quién puede agotar a un hombre? ¿Quién puede conocer los recursos de un hombre?

Agotar a un hombre! Saludo de paso al humanismo católico a quien, sin saberlo, el Autodidacto ha pedido en préstamo esta fórmula.

—Sé —le digo—, sé que todos los hombres son admirables. Usted es admirable. Yo soy admirable. En tanto que criaturas de Dios, naturalmente.

Me mira sin comprender; luego dice con una tenue sonrisa:

—No cabe duda de que usted bromea, señor; lo cierto es que todos los hombres tienen derecho a nuestra admiración. Es difícil, señor, muy difícil ser un hombre.

Sin darse cuenta ha abandonado el amor a los hombres en Cristo; menea la cabeza y por un curioso fenómeno de mimetismo, se asemeja al pobre Guéhenno.

—Discúlpeme —le digo—, pero entonces no estoy muy seguro de ser un hombre: nunca lo consideré muy difícil. Me parecía que bastaba con dejarse estar.

El Autodidacto ríe francamente, pero sus ojos siguen siendo malignos:

—Usted es demasiado modesto, señor. Para soportar su condición, la condición humana, necesita usted, como todo el mundo, mucho coraje. Señor, el instante próximo quizá sea el de su muerte, usted lo sabe y puede sonreír; vamos ¿no es admirable? En el más insignificante de sus actos —añade con acritud— hay una inmensidad de heroísmo.

—¿Y de postre, señores? — dice la criada.

El Autodidacto está completamente blanco, sus párpados cubren a medias sus ojos de piedra. Hace un movimiento débil con la mano, para invitarme a elegir.

—Queso —digo con heroísmo…

—¿Y el señor?

Se sobresalta.

—¿Eh? Ah, sí, bueno, no tomaré nada, he terminado.

—¡Louise!

Los dos hombres gordos pagan y se van. Uno de ellos cojea. El patrón los acompaña hasta la puerta: son clientes de importancia, les han servido una botella de vino en un cubo de hielo.

Contemplo al Autodidacto con un poco de remordimiento: se recreó toda la semana imaginando este almuerzo en el que podría participar a otro hombre su amor a los hombres. Tiene tan pocas ocasiones de hablar. Y yo le agüe el placer. En el fondo, está tan solo como yo; nadie se preocupa de él. Sólo que no se da cuenta de su soledad. Bueno, sí; pero no me correspondía abrirle los ojos. Me siento muy incómodo; estoy rabioso, es cierto, pero no contra él, sino contra los Virgan y los demás, todos los que han envenenado este pobre cerebro. Si pudiera tenerlos aquí delante, encontraría tanto que decirles. Al Autodidacto no le diré nada, me inspira simpatía; pertenece al tipo de M. Achille, a mi bando, y ha traicionado por ignorancia, por buena voluntad.

Una carcajada del Autodidacto me saca de mis ensueños taciturnos:

—Discúlpeme, pero cuando pienso en la profundidad de mi amor a los hombres, en la fuerza que me impulsa hacia ellos, y me veo aquí, con usted, razonando, argumentando... me dan ganas de reír.

Me callo, sonrío con aire forzado. La criada me pone delante un plato con un trozo de camembert gredoso. Recorro la sala con la vista y me invade un profundo disgusto. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué me he metido a discurrir sobre el humanismo? ¿Por qué están ahí esas gentes? ¿Por qué comen? Verdad que ellos no saben que existen. Me dan ganas de marcharme, de irme a cualquier parte donde estuviera realmente en mi lugar, donde me encerraría... Pero mi lugar no se halla en ninguna parte: estoy de más.

El Autodidacto se suaviza. Había temido más resistencia de mi parte. Quiere pasar la esponja por todo lo que he dicho. Se inclina hacia mí con aire confidencial:

—En el fondo usted los ama, señor, usted los ama como yo; nos separan las palabras.

Ya no puedo hablar, doblo la cabeza. El rostro del Autodidacto está pegado al mío. Sonríe con aire fatuo, muy cerca de mi cara, como en las pesadillas. Mastico penosamente un trozo de pan que no me decido a tragar. Los hombres. Hay que amar a los hombres. Los hombres son admirables. Tengo ganas de vomitar, y de pronto ahí está: la Náusea.

Una linda crisis: me sacude de arriba abajo. Hace una hora que la veía venir, sólo que no quería confesármelo. Este gusto a queso en la boca... El Autodidacto charla y su voz zumba en mis oídos. Pero ya nosé de qué habla. Apruebo maquinalmente con la cabeza. Mi mano se ha crispado sobre el mango del cuchillo de postre. Siento ese mango de madera negra. Mi mano es la que lo tiene. Mi mano. Personalmente, más bien dejaría tranquilo ese cuchillo: ¿para qué tocar algo? Los objetos no están para tocarlos. Es mucho mejor deslizarse entre ellos evitándolos en lo posible. A veces tomamos uno en la mano y nos vemos obligados a soltarlo cuanto antes. El cuchillo cae en el plato. Al oír el ruido, el señor de pelo blanco se sobresalta y me mira. Tomo de nuevo el cuchillo, apoyo la hoja contra la mesa y la doblo.

Entonces ¿esto, esta enceguecedora evidencia es la Náusea? ¡Si me habré roto la cabeza! ¡Si habré escrito! Ahora sé: existo —el mundo existe— y sé que, el mundo existe.

Eso es todo. Pero me da lo mismo. Es extraño que todo me dé lo mismo; me espanta. Desde el famoso día en que quise jugar a las tagüitas. Iba a arrojar aquel guijarro, lo miré y entonces empezó todo: sentí que el guijarro existía. Y después de esto hubo otras Náuseas; de vez en cuando los objetos se ponen a existir en la mano. Hubo la Náusea del Rendez-vous des Cheminots y otra, antes, una noche que estaba mirando por la ventana; y otra en el Jardín público, un domingo, y otras más. Pero nunca había sido tan fuerte como hoy.

—... de la Roma antigua, señor?

Creo que el Autodidacto me interroga. Me vuelvo hacia él y le sonrío. Bueno, ¿qué hay? ¿Por qué se encoge en la silla? ¿Ahora inspiro miedo? Esto debía terminar así. Por lo demás, me da lo mismo. No se equivocan mucho cuando tienen miedo: siento que podría hacer cualquier cosa. Por ejemplo, hundir este cuchillo de queso en el ojo del Autodidacto. Después, toda esta gente me pisotearía, me rompería los dientes a puntapiés. Pero no es eso lo que me detiene; un gusto a sangre en la boca en lugar de este gusto a queso, no es gran diferencia. Sólo habría que hacer un gesto, dar nacimiento a un suceso superfluo; el grito que lanzaría el Autodidacto, y la sangre corriendo por su mejilla y el sobresalto de toda esta gente, estarían de más. Hay bastantes cosas que existen así.

Todo el mundo me mira; los dos representantes de la juventud han interrumpido su dulce plática. La mujer tiene la boca abierta como culo de gallina. Sin embargo deberían ver que soy inofensivo.



Me levanto, todo da vueltas a mí alrededor. El Autodidacto me mira con sus grandes ojos que no reventaré.

—Ya se marcha —murmura.

—Estoy un poco fatigado. Ha sido usted muy gentil invitándome. Hasta la vista.

Al irme advierto que conservo en la mano izquierda el cuchillo de postre. Lo arrojo sobre el plato, que empieza a tintinear. Cruzo la sala en medio del silencio. Ya no comen; me miran, se les ha cortado el apetito. Si me acercara a la muchacha diciendo “¡Uh!” lanzaría un chillido; seguro. No vale la pena.

A pesar de todo, antes de salir me vuelvo y les hago ver mi rostro para que puedan grabárselo en la memoria.

—Adiós, señoras y señores.

No responden. Me voy. Ahora sus mejillas recobran el color; se pondrán a charlar.

No sé a dónde ir, me quedo plantado junto al cocinero de cartón. No necesito volverme para saber que me miran a través de los vidrios; miran mi espalda con sorpresa y disgusto; creían que era como ellos, que era un hombre y los he engañado. De pronto perdí mi apariencia de hombre, y vieron un cangrejo que escapaba a reculones de esa sala tan humana…




Posdata: Pueden leer el libro completo, pulsando aquí.

No hay comentarios: