jueves, 23 de abril de 2015

Periodismo: El mejor oficio del mundo.


Feliz Día del Libro, esta vez para festejarlo yo les traigo un discurso de un gran premio nobel y autor colombiano ya fallecido, Gabriel García Márquez.

En el da una crítica constructiva al actual periodismo, que se ha convertido en Ciencias de la comunicación, abarcando varios medios de comunicación, sin otorgar del todo un buen conocimiento o abarcar a un medio en las Universidades actuales.

Dando algunos ejemplos para que dicha tontería se cambie y la educación mejore, tanto separando los medios, como dando más  teoría que practica en la enseñanza.

Igualmente lo elegí porque de alguna forma, lo que él dice que pasaba en años pasados, sigue presentándose, aunque en su discurso dicho punto no viene, la realidad es que los actuales medios de comunicación o agencias a veces dan preferencia a otras personas con otras carreras o que tengan influencias, que a las que realmente la estudiaron.

Cosa que ya no debería pasar, puesto que por eso se hizo la carrera, no como antes que no existía o de igual forma los que estudian terminan huyendo de ella por la falta de apreciación a lo que se hace, además de los pésimos salarios.

Pero mejor, les comparto su discurso magnifico tiempo de ayer y de ahora, que resolvería mucho la enseñanza y practica en el periodismo actual, cuídense, ciao:D



Periodismo: El mejor oficio del mundo. 

Palabras pronunciadas por el periodista y escritor colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura y presidente de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, ante la 52a. asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, SIP, en Los Angeles, U.S.A., octubre 7 de 1996. 


A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo, y la respuesta fue terminante: "Los periodistas no son artistas". Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario. Lo malo es que los estudiantes y muchos maestros no lo saben, o no lo creen. Talvez a eso se debe que sean tan imprecisas las razones que la mayoría de los estudiantes han dado para explicar su decisión de estudiar periodismo. Uno dijo: Tome comunicaciones por que sentía que los medios ocultaban más que lo que mostraban. Solo uno atribuyo su preferencia a que su pasión por informar superaba su interés por ser informado.

Hace unos cincuenta años, cuando la prensa colombiana estaba a la vanguardia en América Latina, no había escuelas de periodismo. El oficio se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. Los que no aprendían en aquella cátedras ambulantes y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de los mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.

Los únicos medios de información eran los periódicos y la radio. Esta tardo en pisarle los talones a la prensa escrita, pero cuando lo hizo, fue con una personalidad propia, avasallante y un poco atolondrada, que en poco tiempo se apodero de su audiencia. Se anunciaba ya la televisión como un ingenio mágico que estaba a punto de llegar y no llegaba, y cuyo imperio de hoy era difícil de imaginar. Las llamadas de larga distancia, cuando se lograban, eran solo a través de operadoras. Antes de que se inventara el teletipo y el télex, los únicos contactos con el resto del país y el exterior eran los correos y el telégrafo. Que, por cierto, llegaban siempre.

Un operador de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto de un dinosaurio a partir de una vértebra. Solo la interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías celebres por lo enmarañadas. Directores históricos, como don Luis Cano, de El espectador, o columnistas muy leídos, como Enrique Santos Montejo (Calibán), en El tiempo, tenían linotipistas personales para descifrarlas. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial, en un tiempo en que la política era el centro neurálgico del oficio y su mayor área de influencia.

El periodismo se aprende haciéndolo.

El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La entrevista no era un género muy usual, ni tenia vida propia. Se usaba más bien como materia prima para las crónicas o los reportajes. Tanto era así que en Colombia, todavía se suele decir reportaje en vez de entrevista. El cargo más desvalido era el del reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. Desde ahí había que subir por la escalera del buen servicio y los trabajos forzados de muchos años hasta el puente del mando. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario.

El ingreso a la cofradía no tenía ninguna condición distinta del deseo de ser periodista, pero hasta los hijos de los dueños de periódicos familiares_ que eran la mayoría_ tenían que probar sus aptitudes en la práctica. Un lema lo decía todo: el periodismo se aprende haciéndolo. A los periódicos llegaban estudiantes fracasados en otras materias o en busca de empleo para coronar la carrera, o profesionales de cualquier cosa que habían descubierto tarde su vocación. Se necesitaba tener el alma bien templada, porque los recién llegados pasaban por unos ritos de iniciación semejantes a los de la marina de guerra: burlas crueles, trampas para probar la malicia, reescritura obligada de un mismo texto en las agonías de la ultima hora: la creatividad gloriosa de la mamadera de gallo. Era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. La experiencia había demostrado que todo era fácil de aprender sobre la marcha para quien tuviera el sentido, la sensibilidad y el aguante del periodista. La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era un vicio profesional.

Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fueron de sobra para poner muy en alto el mejor oficio del mundo, como ellos mismos lo llamaban. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces presidente de la Republica, no era siquiera bachiller.

Algo ha cambiado desde entonces. En Colombia andan sueltas unas veintisiete mil credenciales de periodismo, pero la inmensa mayoría no las tienen periodistas en ejercicio, sino que sirven como salvaconductos para lograr favores oficiales, o para no hacer colas, o para entrar gratis a los estadios u otros usos dominicales. Sin embargo, una gran mayoría de periodistas, y entre ellos algunos de los notables, no tienen, ni quieren, ni necesitan la credencial. Estas tarjetas se crearon por la misma época en que se fundaron las primeras facultades de Ciencias de la Comunicación, como reacción, precisamente, contra el hecho cumplido de que el periodismo carecía de respaldo académico. La mayoría de los profesionales no tenían ningún diploma, o lo tenían de cualquier oficio, menos del que ejercían.

Alumnos y maestros, periodistas, gerentes y administrativos entrevistados para estas reflexiones dejan ver que el papel de la academia es descorazonador. “Se nota apatía por el pensamiento teórico y la formación conceptual”, ha dicho un grupo de estudiantes que adelantaran su tesis de grado. “Parte de esta situación es la responsabilidad de los docentes por la imposición del texto como obligatorio, la fragmentación de libros con el abuso de las fotocopias de capítulos y ningún aporte propio”. Y concluyeron por fortuna, con más humor que amargura: “Somos los profesionales de la fotocopia”.

Las misma Universidades reconocen deficiencias flagrantes en la formación académica, y sobre todo en humanidades. Los estudiantes llegan de bachillerato sin saber redactar, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una compresión reflexiva de textos. Muchos salen como llegaron. “Están presos en el facilismo y la irreflexión”, ha dicho un maestro. “Cuando se les propone revisar y replantear un artículo elaborado por ellos mismos, se resisten a volver sobre él”. Se piensa que el único interés de los alumnos es el del oficio como fin en sí, desvinculado de la realidad y de sus problemas vitales, y que prima en un afán de protagonismo sobre la necesidad de investigación y servicio. “El estatus alto lo tienen como objetivo principal de la vida profesional”, concluye un maestro Universitario. “No les interesa mucho ser ellos mismos, enriquecerse espiritualmente con el ejercicio profesional, sino aprobar una carrera para cambiar de posición social.

La mayoría de los alumnos encuestados se sienten defraudados por la escuela, y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida. Una excelente profesional varias veces premiada, fue aún más explícita: “Ante todo, en el momento de terminar el bachillerato, uno debe haber tenido la oportunidad de explorar muchos campos y en ellos debe saber que le inquieta. Pero en la realidad no es así: uno tiene que repetir muy bien, y sin alterarlo, lo que la escuela le ha dado para poder pasar”.

Hay quienes piensan que la masificación ha pervertido la educación, que las escuelas han tenido que seguir la línea viciada de lo informático en vez de lo formativo, y que los talentos de ahora son esfuerzos individuales y dispersos que luchan contra las academias. Se piensa también que son escasos los profesores que trabajan con un énfasis en aptitudes y vocaciones. “Es difícil, por que comúnmente la docencia lleva a la repetidera de la repetición”, ha replicado un maestro. “Es preferible la inexperiencia simple al sedentarismo de un profesor que lleva veinte años con el mismo curso”. El resultado es triste: los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, solo se hacen periodistas cuando tienen la oportunidad de reaprenderlo todo en la práctica dentro del medio mismo.

Algunos se precian de que son capaces de leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estas transgresiones éticas obedecen a una noción intrépida del oficio, asumido a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo: el síndrome de la chiva. No los conmueve el fundamento de que la buena primicia no es la que se da primero sino la que se da mejor. En el extremo opuesto están los que asumen el empleo como una poltrona burocrática, apabullados por una tecnología sin corazón que apenas si los toma en cuenta a ellos mismos.

Un fantasma recorre el mundo: la grabadora.

Antes de que se inventara la grabadora, el oficio se hacía bien con tres instrumentos indispensables que en realidad eran solo uno: la libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de oídos que los reporteros usaban todavía para oír lo que se les decía. Las primeras grabadoras pesaban más que las máquinas de escribir y grababan en bobinas de alambre magnético que se embrollaban como hilo de coser. Paso algún tiempo antes de que los periodistas las usaran para ayudar a la memoria, y más aún para que algunos les encomendaran la grave responsabilidad de pensar por ellos.

En realidad, el manejo profesional y ético de la grabadora esta por inventarse. Alguien tendría que enseñarles a los periodistas que no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios presto en los orígenes del oficio. La grabadora oye pero no escucha, graba pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez, pero muchos entrevistadores no escuchan por pensar en la pregunta siguiente. Para los redactores de periódicos la transcripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de las palabras, tropiezan con la semántica, naufraga en la ortografía y mueren por el infarto de la sintaxis. Tal vez la solución sea que se vuelva a la pobre libretita de notas para que el periodista vaya editando con su inteligencia a medida que graba mientras escucha.

La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de la entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la del periodista como la de su entrevistado. La entrevista de prensa fue siempre un dialogo del periodista con alguien que tenía algo que decir y pensar sobre un hecho. El reportaje fue la reconstitución minuciosa y verídica del hecho, tal como sucedió en la realidad, para que el público lo conociera como si hubiera estado allí. Son géneros afines y complementarios, y no tienen por qué excluirse el uno al otro. Sin embargo, el poder informativo y totalizador del reportaje solo es superado por la célula primaria y magistral del oficio, la única capaz de decir en el instante de un relámpago todo cuanto sabe de la noticia: el flash. De modo que un problema actual en la práctica y la enseñanza del oficio no es confundir a eliminar los géneros históricos sino darle a cada uno su nuevo sitio y su nuevo valor en cada medio por separado. Y tener siempre presente algo que parece olvidado, y es que la investigación no es una especialidad del oficio, sino que todo el periodismo tiene que ser investigado por definición.

Un avance importante de este medio siglo es que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos informativos. Cuando no se admitían estas licencias, la noticia era una nota escueta y eficaz, heredada de los telegramas prehistóricos. Ahora, en cambio se ha impuesto el formato de los despachos de las agencias internacionales, que facilita abusos difíciles de probar. El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas o tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo saben pero que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes, porque el autor se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente. En los Estados Unidos, por otra parte, prosperan fechorías como esta: “Persiste la creencia de que el ministro despojo de sus joyas el cadáver de la víctima, pero la policía lo negó”. No había más que decir: el daño estaba hecho. De todos modos, en un consuelo suponer que muchas de estas transgresiones éticas, y otras tantas que avergüenzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional.

La explotación del hombre por el modulo.

El problema parece ser que el oficio no logro evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se quedaron buscando el camino a tientas en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. Las Universidades debieron creer que las fallas eran académicas y fundaron escuelas que ya no solo son para la prensa escrita, con razón, sino para todos los medios. En la generalización se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama Periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. Lo cual, para los periodistas empíricos de antaño, debe ser como encontrarse en la ducha con el papa vestido de astronauta.

En Universidades de Colombia hay catorce pregrados y dos posgrados en Ciencias de la Comunicación. Esto confirma una preocupación creciente de alto vuelo, pero también deja la impresión de un pantano académico que satisface muchas de las necesidades actuales de la enseñanza, pero no son las dos más importantes: la creatividad y la práctica.

Los perfiles profesionales y de ocupación que se ofrecen a los aspirantes están idealizados en el papel. Los ímpetus teóricos que les infunden sus maestros se desinflan al primer tropiezo con la realidad, y las ínfulas del diploma no los ponen a salvo del desastre. Pues la verdad es que deberían salir preparados para dominar las nuevas técnicas y salen al revés: llevados a rastras por ellas y agobiados por presiones ajenas a sus sueños. Encuentran tantos intereses de toda índole atravesados en el camino, que no les queda tiempo ni ánimos para pensar, y menos para seguir aprendiendo.

Dentro de la lógica académica, la misma prueba de selección que se hace a un aspirante a Ingeniería o a Medicina Veterinaria, es la que algunas Universidades exigen para un programa de Comunicación Social. Sin embargo, un egresado con éxito en su carrera ha dicho sin reservas: “Aprendí periodismo cuando empecé a trabajar. Claro que la universidad me dio la oportunidad de escribir las primeras cuartillas, pero la metodología la aprendí en la marcha”. Es normal, mientras no se admita que el sustento vital del periodismo es la creatividad y por tanto requiere por lo menos una valoración semejante a la de los artistas.

Otro punto crítico es que el esplendor tecnológico de las empresas no corresponde con las condiciones de trabajo, y menos aún con los mecanismos de participación que fortalecían el espíritu en el pasado. La redacción es un laboratorio aséptico y compartimentado, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La deshumanización es galopante. La carrera, que siempre estuvo bien definida y demarcada, no se sabe hoy donde empieza, donde termina ni para donde va.

La ansiedad de que el periodismo recupere su prestigio de antaño se advierte en todas partes. Quienes más los necesitan son los dueños de los medios, sus mayores beneficiarios, que sienten el descredito donde más les duele. Las facultades de Comunicación social son el blanco de críticas ácidas, y no siempre sin razón. Talvez el origen de su infortunio es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio mismo. Talvez debería insistir en sus programas humanísticos, aunque menos ambiciosos y perentorios, para garantizar la base cultural que los alumnos no llevan en el bachillerato. Deberían reforzar la atención en las aptitudes y en las vocaciones, y talvez fragmentarse en especialidades separadas para cada uno de los medios, que ya no es posible dominar en su totalidad a lo largo de una sola vida. Los posgrados para fugitivos de otras profesiones también parecen muy convenientes para la variedad de secciones especiales que ha ganado el oficio con las nuevas tecnologías, y lo mucho que ha cambiado el país desde que don Manuel del Socorro Rodríguez imprimió la primera hoja de noticias hace doscientos cuatro años.

El objetivo final, sin embargo, no deberían ser los diplomas y las credenciales, sino el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento critico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. Los medios, por su propio bien, tendrían que contribuir a fondo, como lo están haciendo en Europa con ensayos semejantes. Ya sea en sus salas de redacción o sus talleres, o con escenarios construidos a propósito, como lo simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de verdad atravesados en el camino. Pues el periodismo es una pasión insaciable que solo puede dirigirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del trabajo. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a morir por eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, y no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.



 Discurso sacado del libro “Yo no vengo a decir un discurso”, del autor Gabriel García Márquez.

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